Únicamente esos milímetros fríos y transparentes del cristal me separan de la calle, hacen que exista un dentro y un afuera.
Dentro estoy yo, contemplativa, y fuera, a un metro, deambula la vida. La gente camina apresurada, sube y baja por la acera. Los miro, hoy los miro de uno en uno.
A veces estoy enmimismada y como autista, pero hay días como hoy, en que la masa de gente se disgrega en multitud de personas y están muy cerca, cada uno de ellos está cerca.
Hoy me parece que puedo (como si una de esas llamas de pentecostés hubiera descendido sobre mi cabeza otorgándome la interpretación del lenguaje corporal) comprender lo que les ocurre por dentro. Leo lo que dicen con sus caras y sus cuerpos, leo cual es su dolor, su falta.
Hoy veo sus llagas y encuentro que yo tengo, en algún lugar, una llaga simétrica que me explica qué es lo que sienten.
Hoy miro pasar a la gente, me fijo especialmente en la gente mayor. Me pregunto porqué en este lugar y momento, en esta sociedad del bienestar y el confort habrá tanta gente que a partir de los 40 no puede soportar la vida sino es con ayuda de ansiolíticos o antidepresivos...
Las expresiones y emociones habituales y repetitivas acaban conformando las arrugas, fijando los rictus.
Con los años y sin remedio, las almas se asoman a las caras.
Curiosamente también, con los años reaparecen los niños. Estoy viendo niños en las caras de los viejos, y veo la decepción, el resentimiento, la vanidad o el orgullo herido, el desprecio o el autodesprecio, la timidez, el deseo de ser aceptados...
En la barra del bar se ha instalado una pareja de unos 60 años de aspecto bien cuidado e interesante, llevan gafas de colores, juveniles, se le ve bien, parecen satisfechos con la vida que han tenido y con la que tienen.
A mi lado pasa por la calle una mujer gorda, obesa, dejada, con expresión amarga, vestida con un mal gusto que parece determinado y arrastrando sus quilos excesivos y una larga trayectoria de insatisfacciones... va dejando un rastro de frustración que resplandece a la luz del sol.
El destino, la genética y la fortuna no tienen sentido de la mesura ni de la justicia: en esta lotería de la vida hay claros afortunados y pobres sufridores de desgracias y dolor, pero entre esos dos extremos posibles, en esa amplia "normalidad" en la que hemos caído la mayoría, somos -la mayor parte de las veces- los únicos administradores de nuestra infelicidad. Tal vez por las expectativas que nos creamos sobre lo que deberíamos tener o lo que estamos obligados a hacer, sobre lo que creemos que nos merecemos o que de ningún modo nos corresponde.
Las verdaderas fronteras son interiores y transparentes. El enemigo está siempre dentro y siempre es el mismo: el miedo. Miedo a no ser lo bastante válidos, fuertes, potentes, bellos, inteligentes, buenos, simpáticos, interesantes, etc... para merecer ser tenidos en cuenta, o ser amados. El miedo nos ciega y no nos permite ver. Nos desinteresa, nos cierra la vía de la curiosidad por lo que hay afuera o nos lo hace ver deformado, interpretamos la realidad en función de nuestros temores.
Del autobús baja una pareja de ancianos, él le tiende la mano para ayudarla en un gesto de cortesía y solidaridad espontáneas, que es uno de esos gestos que justifican una vida.
A saber cuantas putadas, cuantos desprecios y frialdades le habrá infligido a su mujer a lo largo de los años, pero hoy, en ese tenderle el brazo para ayudarla a bajar del autobús, había afecto sincero, cuidado y generosidad.
Los seres humanos nunca dejan de sorprenderme.
Las fotos son de Joel-Peter Witkin. Sus imágenes son bellas y terribles, no siempre fácilmente tolerables, pero si te interesan, aquí hay más.
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