Estoy reconociendo que tal vez la elección de cabecera para este blog y de uno de mis ojos como imagen de guerra en mis navegaciones por internet no sea tan casual como pensaba.
Ir dejando aquí mis cavilaciones para que las lean otros es un ejercicio enriquecedor, que trae información de vuelta, en ocasiones muy valiosa.
Resulta que miro. Que miro, y veo cosas, y me pongo a pensar. Y a veces lo cuento. Ahora aquí.
Tuve un novio, buena gente, un hombre cabal, que cuando le soltaba una de estas elucubraciones mías me decía que conmigo se sentía como en una peli de Woody Allen...

El sábado me fui al mercado. Hay que abastecer el hogar y alimentar adecuadamente a la prole, que están los dos en pleno boom de crecimiento y apetito voraz.
Me detuve en un bar del barrio a tomar un café. Un bar bastante cutre, todo hay que decirlo.
Conozco a varios de los parroquianos que compartían barra conmigo, algunos de ellos estaban de buena mañana frente a un vaso de vino, o a un carajillo, o directamente con una copa de coñac o de chinchón.
Me sorprendió el evidente estado alcohólico y degradado de uno de ellos, a quien suelo comprar en su parada. Lo vi con la mirada opaca, profundamente perdido, insatisfecho. Y es alguien aparentemente vivaz, suele estar muy dicharachero.
Salí camino del mercado con el run run en la cabeza.

Y mientras esperaba el turno en la frutería, en la pescadería o en la carnicería, iba pensando que uno puede aguantar todo un montaje vital a base de expectativas o de fingimientos, sí, pero sólo mientras se es joven. Sostener la falsedad es agotador.
Porque a medida que uno se acerca a la vejez, la vida se vuelve inclemente e implacable y nos deja desnudos y a la intemperie, solos con nuestra realidad. La que sea, la que para bien o para mal nos hayamos construído por dentro, lo que somos, lo que podríamos salvar en un naufragio... lo que se queda con cada cual cuando nadie le ve.
Ay del que se ha traicionado a sí mismo, ay del que no osó hacer lo que de verdad deseaba, ay del que no dijo lo que sabía que tenía que decir, del que claudicó sin pelear, del que se dejó llevar por miedo, cansancio o costumbre desoyendo su convicción profunda de que no, que por ahí no era...

Es triste salir del armario a los 50, pero peor es quedarse dentro de él hasta que es demasiado tarde, se te han comido el alma las polillas y no tienes en las manos más que arrepentimientos e insatisfacciones.
Y no me refiero a un
salir del armario en un sentido de opción sexual, sino de opciones vitales, de valentía para ser honesto con como uno es, con sus propias y muy personales miserias y sus excelencias, con sus apetencias y sus fobias. A atreverse a acercarse a la gente que te hace vibrar y alejarse de los que empañan cualquier luz, a decir que no cuando sabes que es que no, a perseguir lo que deseas... a intentarlo, por lo menos.
Es corta la vida, y uno acaba por arrepentirse no de sus errores o de sus fracasos sino de lo que
no se atrevió, de lo que no hizo.
Yo, para darme ánimos cuando flaqueo o me pongo miedica o acomodaticia (que es muy a menudo), procuro recordar una frase de mi cuñado, que me hace reír con ella cuando se pierde conduciendo y nos mete por lugares impredecibles:
De los cobardes nada se ha escrito!
Las ilustraciones son de Ang Icaboh. Si les gustan hay más en su delicioso blog Objet-Fantôme